Capítulo II

 

  El fuego de Tari

 

           

EL niño de Tari miraba al fuego. Junto a él había nacido y a su lado se había criado. En torno a él transcurría su vida y eran su llama y su ascua quienes iluminaban sus primeros recuerdos.

           El fuego estaba en la gran gruta que se abría bajo la mole pétrea de Tari y en lo alto de la planicie sobre ella, donde se asentaban las cabañas semisubterráneas de troncos, ramas, pieles y tierra del poblado. El fuego era lo más preciado para su manada, aquello que ninguna otra poseía. El niño de Tari no había visto a otros humanos que no fueran los de su manada de la Roca. Sabía, porque se lo habían contado y prevenido contra ellas, que había otras manadas de hombres, pero hasta el momento no había visto a ninguna. El niño de Tari no conocía más que las de los animales que compartían con ellos la tierra. La de los ciervos y la de los gamos, el rebaño del muflón, la piara del jabalí, el bando de la perdiz y la paloma y las bandadas de los pájaros pequeños. Pero sobre todo la manada de los lobos. La otra manada que cazaba en la tierra de Tari y desafiaba a la manada de los hombres disputándoles sus presas y su carne. El leopardo los retaba, al igual que el oso, y un terrible animal, el león, del que algunos hablaban todavía en los fuegos, pero éstos caminaban solos y no tenían jefes como ellos y los lobos. Los lobos cazaban juntos y combatían unidos. Eran poderosos y temibles. Pero la manada de los hombres poseía el fuego. El fuego era únicamente aliado de la manada de los hombres y todas las otras le temían. Sólo la manada de los hombres podía vivir junto al fuego. Las otras le huían. Porque la manada de los hombres de Tari era la dueña del fuego y sólo a ellos obedecía. Ellos lo hacían nacer, lo alimentaban, lo hacían crecer e incluso lo mataban. El fuego no siempre se dejaba dominar, y cuando escapaba, ni siquiera el hombre podía controlarlo. Se desataba y crecía hasta convertirse en un ser monstruoso que lo devoraba todo, incluido un hombre si cometía el error de intentar enfrentarse a él. Cuando el fuego escapaba al hombre, éste no podía matarlo y había de huir de él, de su furia y de su hambre.

           Pero la manada de Tari sabía sujetarlo muy bien, lo manejaba casi siempre a su antojo y el fuego obedecía. Había, eso sí, que tenerlo siempre vigilado, prisionero entre piedras o muy pequeño y encerrado su corazón, un ascua, en un recipiente de corteza de abedul, envuelto entre hojas. Había que estar siempre pendiente, para que no se desatara y huyera o, al contrario, cuidarlo con mimo para que no muriera sin alimento. El viento era amigo del fuego, y su mejor cómplice cuando quería escapar. Sus alimentos favoritos eran la madera seca, las pajas y los matorrales. Todo lo que recababa era muy bien recibido por él y se lo comía con ansia. Con lo verde y lo húmedo se enfurecía haciéndolos sisear y burbujear hasta que al final lograba morderlos con la llama haciendo brotar el humo. Porque lo verde y lo húmedo, enfadados, se revolvían en la hoguera expandiendo el pegajoso y picante humo que hacía toser y venir lágrimas a los ojos. El agua y la arena eran los peores enemigos del fuego y lo mataban.

           La manada humana era la hacedora del fuego, y el fuego, su sirviente. Con él ahuyentaba y atemorizaba a sus enemigos, con él protegía el poblado, con él calentaba las cabañas y vencía el frío, con él derretía la nieve, con él asaba la carne de sus presas y con las piedras que él ponía al rojo hacía hervir el agua y se podían allí ablandar y cocer raíces, hierbas y tubérculos, o también caracoles, mejillones y cangrejos. Su calor secaba las ropas empapadas, ahumaba los pescados y las tiras de carne para que no se pudrieran y servía incluso para que el pedernal se trabajara mejor y las puntas de las lanzas de madera se afilaran y endurecieran. El fuego era el insuperable batidor, que conducía espantadas las presas hacia las lanzas de los hombres, quien hacía despeñarse a un rebaño o salir aterrorizados a los animales de sus madrigueras. Contra el más grande y el más pequeño, contra el uro o la nube de mosquitos, el arma y el escudo del hombre era el fuego.

           El fuego no sólo estaba en poder de los hombres. Había fuegos libres. El fuego podía descender del cielo y descolgarse de la nube. Era el fuego del rayo del que el hombre no era dueño. Pero al otro, al que mantenía prisionero, el que sí poseían los hombres que habitaban la Roca de Tari, siempre lo mantenían vivo. Se custodiaba en la gran gruta, pero había hijos suyos en todas las cabañas y todos los cazadores lo llevaban con ellos. Pero si el fuego moría, si el fuego se apagaba, la manada de los hombres de Tari tenía el secreto para hacerlo nacer. Porque el fuego se escondía en la entraña de algunas piedras y en el corazón de la madera.

           El niño de Tari miraba al fuego. Y ahora estaba viéndolo nacer.

           El hombre estaba sentado en cuclillas con una fina y recta varilla de viburno cogida entre las manos. La hacía girar con rapidez y constancia deslizándola entre sus palmas. Cuando llegaba a la base repetía con urgencia el movimiento, sin pausa. La varilla se engarzaba en un trozo de madera de sabina, grueso y plano, con un pequeño agujero redondo y algo mayor que el grosor de la varilla que giraba, que el hombre sujetaba firmemente con los pies para que no se moviera lo más mínimo con su trabajo.

           La varilla giraba y giraba y volvía a girar con los ojos del niño fijos en el agujerillo donde se encastraba y donde rozaba con la otra madera dura, tallada en el tocón de aquella vieja y dura sabina. De allí esperaba ver surgir la maravilla. Lo había visto hacer en ocasiones y no se cansaba nunca de observar al hombre cuando, aunque hubiera fuego en la gruta y en los recipientes de corteza de abedul, hacía fuego nuevo. Porque cuando se celebraba alguna cosa especial se hacía fuego nuevo y se hacía con la varilla, no con el pedernal y la piedra negra, que era el recurso rápido si había que hacerlo con urgencia y en situación de emergencia en alguna expedición. Ese fuego era de hombres solitarios, y en el poblado el fuego nuevo se hacía nacer como lo hicieron los antepasados.

           El hombre había colocado en el cubículo unas delgadas hilachas de hierba seca y de estopa. A su lado tenía depositadas menudas ramitas secas y más hierba seca, y un poco más allá un montón de aliagas y romeros, igualmente secos. El niño seguía con sus ojos fijos en el lugar donde se producía el frotamiento. Sabía que allí brotaría en algún momento la primera señal. La esperaba incluso con más ansia que el hombre que se afanaba hasta el sudor en no perder la intensidad y la rapidez de sus movimientos. El niño de Tari desesperaba. Le parecía que nunca iba a conjurarse el ensalmo, que esta vez el prodigio no llegaría a producirse. Pero sí. En un instante, en uno de los roces de la varilla, una hilacha de humo, como un soplo de polvo, se hizo presente en el aire. Se diluyó con rapidez, pero al poco hubo otra, y luego otra, y cada vez más intensas y espesas, y por fin la hilachita se mantuvo continua. El hombre redobló su esfuerzo y la velocidad en su girar de manos. Y el humo ahora se concentró en la covachita, cada vez más denso y persistente, y de golpe una chispita de luz apareció en la yesca. Se apagó. Pero a nada surgió otra y una más, y entonces el hombre se inclinó, dejó caer la varilla a un lado y sopló con firmeza en aquel mechón humeante de hierba y fibras secas de estopa y jara. Sopló con continuidad y fuerza hasta que la chispa fue extendiéndose, uniéndose a otras chispas, hasta conjuntarse todas y ¡zas!, en un momento mínimo y glorioso, el que el niño había esperado con tanta ansiedad, brotó una pequeña, minúscula, llama.

           El niño de Tari hizo un gesto de enorme alivio y exhalo un suspiro que largamente había contenido en el pecho. El luego había nacido. Sonrió al hombre con una expresión de total felicidad, y éste, tras limpiarse el sudor de la frente con la mano, le devolvió la sonrisa y la mirada con un guiño cómplice.

           El hombre lo alimentó con presteza, dándole de comer más hierba seca y pequeñas ramitas, junto con más tiras y fibras de corteza de jara hasta que la llama se apoderó de todo. Había depositado el fuego en un pequeño reducto de piedras y allí fue donde añadió la aliaga y el romero. En ellos el fuego comió con voracidad haciéndolos crepitar con su hambre. Al morder al romero, un olor agradable y fresco se desprendió de la hoguera y el niño lo aspiró con fruición. A nada el fuego desbordó, ayudado por el hombre, el pequeño reducto y pasó a enseñorearse de un círculo mucho más grande en el que añadieron ramas y gruesos troncos. Una gran hoguera ardió al fin y el hombre y el niño hubieron de retirarse unos pasos, obligados por el calor que desprendía.

           Vino gente. Mujeres y otros niños. Traían más leña. La hoguera la consumió y fue haciendo en el círculo de piedras una cama de poderosas ascuas rojas y brillantes que el hombre iba extendiendo al tiempo que seguía alimentando al fuego, ahora con gruesas ramas de encina. Después, cuando la cama de ascuas había crecido mucho, hasta casi el borde de las piedras que sujetaban al fuego, llegaron otros dos hombres con un jabalí ya despellejado y vaciado de su menudo y entrañas. Lo traían ensartado desde la boca hasta el culo en un largo palo. Dos mujeres venían con ellos portando dos fuertes horquillas, capaces de soportar el peso del jabalí, que clavaron en dos agujeros redondos que se habían taladrado para tal fin en la dura corteza de la Roca de Tari, a ambos lados de la hoguera. Allí suspendieron el jabalí ensartado y al poco rato sus jugos y su grasa chisporroteaban en las brasas. Al niño de Tari le subió un recuerdo del estómago y la saliva se hizo presente en su boca. Empezaba a disfrutar de aquella carne que luego comerían todos.

           Ello sería al ponerse el sol, al comenzar la noche. Todo Tari estaría alrededor de la hoguera, que habría consumido grandes troncos y que, retirado ya el jabalí, volvería a elevar grandes llamas hacia lo alto. Brillaría en medio de todo su territorio, sobre la Roca, proclamando a las manadas quién era el dueño del fuego. El niño de Tari, acurrucado contra su madre, miraría el fuego y aquel lecho de rojas ascuas ardientes y cambiantes a cada giro del viento, y comería carne asada. Miraría la llama lamer la encina, envolverla, penetrarla y conseguir hacerla arder por entero. Miraría al ascua brillar, oscurecerse y volver a revivir para acabar por apagarse en ceniza. Miraría al fuego que había visto nacer y lo seguiría mirando hasta que sus ojos se cerraran por el sueño, saciado, protegido y confortado en el regazo de su madre, en el círculo de la manada de Tari que se había hartado de carne de jabalí.

 Los colores del fuego
 
 

           Amarillo, naranja, rosa y violeta se mezclan en la ola de la llama cuando se eleva de la hoguera. Al borde mismo de la madera que arde, el azul se enrosca al humo. En la rama seca, cuando el fuego come con ansia, crepita; pero cuando el agua, su enemiga, está dentro, su boca hambrienta sisea con furia hasta hacerla salir burbujeante por sus extremos. En la madera blanda, como la del álamo caído, la llama puede subir con brillos blancos y lenguas altas, aunque no tanto como cuando come aliaga o se recrea en asaltar las matas de romero que lo hacen vibrar y reírse en múltiples chispas olorosas. Pero es en la madera fuerte, la de la compacta encina o el poderoso roble, donde el fuego descubre el verdadero color de su rojo y ardiente corazón. Es allí, donde se derrama su sangre, donde el ascua reluce y aleja a la misma llama con la feroz intensidad de su brillo. Ese es el verdadero color del fuego, que es más intenso aun cuando el frío es el amo en la tierra, cuando el hielo cerca la fogata. Entonces la brasa funde su propio color hasta derretirlo y absorbe el ojo del hombre que no puede separar la vista de su embrujo. Es cuando el fuego juega con la mirada del hombre y la atrapa. En el día puede, en ocasiones, librarse de su hechizo, pero en la noche, cuando no hay en el mundo otros colores que los suyos, es cuando se apodera del recuerdo del hombre y lo mantiene prendido de sus luces.